Cuarto capítulo de la novela La Plataforma: Como hace poco que fue Halloween y el Día de los Difuntos, continuamos la historia en un cementerio.
Capítulo 4 – Adiós
Michael Oldman seguía de pié, a pesar de la lluvia, cabizbajo, pensativo, junto al granito pulido de la losa que cubría la tumba de su esposa. Elisabeth, había fallecido hacía sólo una semana y Michael estaba hundido por el dolor de la separación.
—Si tan sólo hubiera podido hacer algo más, cariño… seguro que no estaríamos aquí —murmuraba para sus adentros entre lágrimas—. Pero no, te preocupes, ya lo he decidido, me reuniré contigo muy pronto. Lo tengo todo preparado en casa. Sólo quería venir aquí a decírtelo, para que supieras que estaré ahí, a tu lado, en seguida.
«Michael Oldman seguía de pié, a pesar de la lluvia, cabizbajo, pensativo, junto al granito pulido de la losa que cubría la tumba de su esposa.»

Michael había perdido a su mujer, Elisabeth Oldman, por culpa de una enfermedad fulgurante. Desde su diagnóstico hasta su desenlace habían transcurrido apenas seis meses y todo había sido muy triste. Había comprado el veneno con el que pretendía acabar con su propia vida en un supermercado cercano, era un típico raticida, pero que buscando en Internet había visto que podía utilizarse como “eutanasiador” en casos extremos y empleado con las dosis necesarias, edulcorado con azúcar y preparado sólo para acabar con su propia vida.
Michael volvió a casa, cabizbajo, pero resuelto a acometer lo que había preparado. Siguiendo su rutina habitual, recogió el correo del buzón de su portal, antes de subir al ascensor que le llevaba hasta su piso.
—Publicidad, y más publicidad: directo a la basura…¡como iré yo!
Sin embargo, entre todos los folletos había un sobre diferente que logró llamar su atención, a pesar de todo. Era un sobre de cuero negro, más grande que lo normal, y tenía un grosor algo exagerado para ser una carta. Lo primero que se le pasó por la cabeza a Michael fue que podrían haberse equivocado y que no era para él. Examinó el sobre de piel oscura y comprobó que no venía ningún tipo de identificación del remitente, pero sí venía claramente marcado su nombre como destinatario, con letras mayúsculas en pan de oro, como si de la portada de un lujoso libro se tratara. Eso no dejaba lugar a ninguna duda, el paquete era para él. Cuando el ascensor llegó a su piso abrió la puerta de su casa y se dio cuenta de que a pesar de tener clara su idea de acabar con su propia vida, la verdad era que el sobre misterioso le había picado la curiosidad y sentía que, antes de empezar con el procedimiento de “autonasia”, tal como se refería a su propia auto-eutanasia, por no quererlo llamar suicidio; quería conocer lo que había en el sobre.
—Total, es un minuto más —se dijo, mientras trataba de buscar la apertura del sobre—…pero ¿qué demonios? —se preguntó Michael extrañado.
El sobre no se abría con facilidad, estaba claro que no era un sobre de serie de los que venían con abre-fácil, precisamente. En vez de tener las típicas solapas, parecía que estaba como cosido sobre sí mismo, con lo que no tenía otras comisuras que las propias costuras que lo constituían. Michael se acercó a su escritorio con el sobre en la mano, buscando un abrecartas, que guardaba en el tarro para bolígrafos que tenía. Agarró con firmeza el pequeño y afilado útil de plata por el mango en forma de palo de golf, que le había regalado Elisabeth en su último aniversario hace menos de un año.
«El sobre no se abría con facilidad, estaba claro que no era un sobre de serie de los que venían con abre-fácil, precisamente.»
—Anda que como sea un paquete bomba —pensó Michael cuando forcejeaba con el abrecartas y las costuras— me ahorraba de golpe el kit de autonasia.
Con un sutil sonido, la costura del paquete salió y comenzó a abrirse. Del interior salió un único objeto. Era una especie de caja delgada de unos 10×5 cm y como de 1 cm de espesor, en una de las bases tenía en mayúsculas su nombre escrito en letras doradas: MICHAEL OLDMAN, y justo en la línea inferior, en letras también doradas, pero de un tamaño bastante menor se podía leer: LA PLATAFORMA. Michael, que seguía extrañado, se fijó un poco más y encontró una pequeña muesca en una de las caras: lo reconoció al instante. Se trataba de un conector Micro-USB: esa cajita era, en realidad, un disco duro.

—Qué raro es esto —se dijo Michael rascándose la cabeza intentando salir de su confusión— ¿un disco duro de 2,5’’ con mi nombre escrito en letras de oro? Desde luego como táctica publicitaria es impresionante.
Con pereza, pero con aún más curiosidad, Michael encendió el ordenador de su escritorio. El viejo Hackintosh con triple arranque aún funcionaba a la perfección. Al arrancar el ordenador seleccionó su sistema Linux favorito, para estas cosas de tan dudosa procedencia era mejor no arrancar ni en Windows ni en Mac. —No sea que me puedan meter algún virus —pensaba Michael— aunque, la verdad, es que para lo que me queda en el convento…—y se quedó un momento inmóvil mirando la bolsa del supermercado en la que había comprado los raticidas.
Sonó el ruido de arranque del sistema que hacía el ordenador al iniciarse, sólo habían pasado unos segundos tras seleccionar el sistema operativo con el que iba a probar el disco duro del sobre misterioso, y el ordenador estaba listo para ser utilizado. Michael conectó el disco duro con un cable estándar que tenía. En la pantalla apareció un único fichero. Por la extensión del fichero “.avi” comprobó que era un video. Ejecutó el fichero y la pantalla del ordenador se puso a pantalla completa para ver la película.
Continuará…

Muy bueno, Kraken, q web mas currada!
Un saludo.
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