Octavo capítulo de la novela La Plataforma: Benjamin Newman toma prestado lo que no es suyo.
Capítulo 8
Benjamin Newman había cumplido diecisiete años el mes anterior. Sabía que aún le quedaba un año para que le pudiesen juzgar y meter en la cárcel, por lo que debía aprovechar todo lo que pudiera y extraer todas las cosas gratis que le diese tiempo.
Aquel verano era esencial que se esforzara al máximo si quería sacar el dinero suficiente para poder comprar el billete de avión para cruzar el charco.
Como cada vez que hacía uso de sus habilidades de manos largas, se preparó y entró con decisión en el comercio. Con total naturalidad, agarró el nuevo móvil de última generación que tenían en exposición para uso general. Sacó su herramienta específica, que había conseguido hacía unos meses, cuando estuvo trabajando en uno de los grandes almacenes en los que ahora solía ir a robar, y soltó rápidamente el seguro anti-robo que tenía anclado el dispositivo móvil.
—¿Cómo puede ser tan fácil? —se preguntaba Benjamin al mismo tiempo que guardaba su nueva mercancía disimuladamente en el bolsillo de su pantalón— esta gente no aprende, parece que están deseando que les robemos una y otra vez, de la misma manera.
Cuidadosamente y con decisión pero sin perder la cara de póquer, Ben, que es como le gustaba que le llamasen sus amigos, se dirigió a la salida con su mercancía bien oculta. Como cada vez que salía saludó sin mirar al vigilante que estaba situado junto a los sensores anti-robo en la salida del centro, y siguió caminando con total normalidad. —¡Otra adquisición a buen precio! —pensó Ben, según salía por la puerta.

Ya en la calle, tras andar unos cincuenta metros desde que había salido del local, se sentía completamente a salvo, sabía que ya no era factible que le capturasen, y se dirigió a la boca del Metro que tenía más cercana. Acercó su teléfono móvil con tecnología NFC (Near Field Communication) la tecnología que había adoptado hace unos años la compañía de transportes de su ciudad para ahorrarse los costes de imprimir billetes. La gente compraba el billete y aparecía “virtualmente” en su móvil inteligente, reloj inteligente o incluso su multi-tarjeta, para los más clásicos y se grababa la información en el chip de estos aparatos permitiendo el acceso al recinto del Metro. La tecnología había sido calificada de “segura”, y posiblemente lo era… ¡la mayor parte del tiempo! Benjamin Newman había encontrado un foro en la Red en el que explicaban cómo poder modificar la información contenida en esos tipos de chips, y con la ayuda de otras webs asiáticas había encontrado la manera de trucar los datos, de manera que ahora tenía acceso gratuito al Metro, al cine, al teatro, a todos los demás transportes que permitían el acceso. No era más que otra manera de falsificar billetes, pero ahora eran datos contenidos en un chip, lo cual para él era mucho más sencillo.
Se sentó en el vagón del metro junto con el resto de pasajeros. Tenía unas ganas enormes de ver su nueva adquisición, pero debía resistirse a sacarla en público, si no quería llamar la atención. Debía esperar a llegar al maldito Correccional de Menores en el que tenía que ir a dormir. Estaba en régimen de buena conducta, pero si no iba para allá le podían sancionarle y todo el trabajo se habría ido a la mierda. Pero eso no iba a ocurrir. Controlaba la situación, tenía el presentimiento de que todo saldría bien y, sin embargo, también sentía como si le ¿estuvieran vigilando?
—Nah, no puede ser —pensó Ben— todo está bien. No hay de qué preocuparse.
¿Otra vez vienen por aquí los putos políticos con la tele a grabar sus publi-reportajes de las campañas electorales?
Benjamin salió del metro en la estación que le era habitual y llegó a la puerta del antiguo Orfanato de San Expósito, reconvertido, con motivo de las últimas situaciones de crisis en centro de acogida de menores problemáticos, lo que tradicionalmente se había conocido como un reformatorio donde los niños internados supuestamente cumplían con labores enfocadas a su posterior reinserción social. Ben se fijó en la furgoneta y el enorme cochazo de lujo que había aparcado junto a la puerta principal.
—¿Otra vez vienen por aquí los putos políticos con la tele a grabar sus publi-reportajes de las campañas electorales? —se preguntó incómodo—. Cada vez que hay elecciones la misma mierda: “fotitos con los niños rebeldes en reinserción social que son el futuro de nuestro mañana”, decían los muy cínicos en el último video que habían publicado en Internet —pensaba críticamente Benjamin—. Luego seguro que pagan una pasta gansa al Orfanato, como otras veces, y se la repartirán, como siempre, el “Alcaide” —como llamaban al Director del Centro— y el resto de los chupasangres de los Administradores, para que después ni pongan canchas de baloncesto, ni construyen la piscina que nos llevan diciendo desde que estoy aquí, ni cambien los somieres de las camas, que se te clavan todos los muelles rotos: ¡Vaya timo! ¡Cómo nos engañan!
Según llegó a la puerta, sacó su móvil y fichó. Comprobó la hora: eran las 19:47, todavía llegaba con más diez minutos de adelanto, así que no había problema con las sanciones de alimentación ni recreos. Si llegaba tarde se arriesgaba a que le dieran el menú de “dieta”, que era horrible y originalmente estaba pensado para los enfermos, ¡nadie quería ponerse malo! y lo que era peor, se perdería la posibilidad de los permisos de recreo que le permitían salir del reformatorio tal y como hoy acababa de hacer.
Se dirigió a su habitación/celda para dejar la mercancía que estaba sacando del bolsillo con una sonrisa de oreja a oreja. Al llegar a su habitación, introdujo la llave de seguridad que él mismo había instalado y dio la luz. De la sorpresa que se dio, por poco se le para el corazón: Sólo estaban las paredes, blancas, recién pintadas, su habitación se encontraba totalmente vacía: ni muebles, ni su ordenador, ni su tableta, ni tan siquiera los posters de las paredes. Sólo un completo vacío.
—¡¿Qué hostias ha pasado?! —exclamó Ben lleno de ira.
—Eso es lo que queremos que nos explique usted, Señor Newman —contestó una voz a su espalda—.
—¡Alcaide!…eh, quiero decir…Reverendo Goldenson —Ben miró hacia abajo enrojeciendo por habérsele escapado lo de “alcaide” al mismísimo Director del Centro.
El Reverendo Goldenson, estaba a sus espaldas. Era un hombre de unos cincuenta años, con el poco pelo que le quedaba grisáceo, aunque aparentaba haber sido castaño oscuro hacía años, una gran panza fruto del buen comer y unas gafas, a todas luces, totalmente pasadas de moda. Venía acompañado de sus dos ayudantes habituales: el monaguillo Alfred, de unos quince años y el novicio y aspirante a cura, Thomas, de unos veinte años; ambos muy altos, de complexión ancha y de gran musculatura, para su edad, sin duda fruto de las numerosas horas en el gimnasio de Profesores. Situados a las espaldas del Director del Orfanato de San Expósito parecían estar disfrutando con la situación.
—Y de paso —prosiguió Goldenson— también cuéntenos cómo ha hecho para cambiar la cerradura, y meter toda esa electrónica que sabe, de sobra, que está totalmente prohibida en este Centro.
—No tiene derecho a…¡devuélvame mis cosas! —gritó Ben abalanzándose sobre el Reverendo Goldenson.
Un puñetazo directo a su estómago propinado por Alfred, seguido de un capón contundente con los nudillos en lo alto de su cabeza de parte de Thomas, le hizo encorvarse hacia delante y perder la respiración además de ver algunos puntitos de colorines que estaba claro que eran “estrellas virtuales” del enorme pescozón que le acababan de dar en el cráneo.
—Quietecito estás más guapo, Incordio —dijo Alfred.
—El dolor te hará libre, Incordio —añadió Thomas.
—No sea impaciente, señor Newman —dijo tajantemente el Reverendo Goldenson— mejor vamos a mi despacho. Será mejor que vaya ensayando su mejor sonrisa porque hay alguien que desea hablar con usted.
El novicio Thomas y el monaguillo Alfred agarraron a Benjamin fuertemente de los brazos inmovilizándolo y llevándolo en volandas a través de los pasillos hasta que llegaron al despacho del Director del Orfanato de San Expósito. Allí, sentado en una de las sillas de confidente que tenía, estaba un hombre elegantemente vestido con un traje que tenía que ser bastante más que caro y un sombrero a juego en la mano. En su otra aún sostenía una pluma estilográfica con la que parecía que acababa de terminar de firmar un montón de documentos que estaban todavía dispersos sobre el escritorio del Reverendo.
El novicio Thomas y el monaguillo Alfred agarraron a Benjamin fuertemente de los brazos inmovilizándolo y llevándolo en volandas a través de los pasillos hasta que llegaron al despacho del Director del Orfanato de San Expósito.
—Le estaba esperando señor Newman —dijo el hombre elegante, terminando de cuadrar las hojas recién firmadas, al mismo tiempo que se ponía en pie tendiéndole la mano.
—Pero…—comenzó a decir Ben rechazando con desprecio el gesto de cordialidad.
—No tiene que volver a preocuparse por nada —prosiguió el hombre del sombrero—. ¿Verdad Reverendo? En fin, si todo está ya cargado —dio un paso al frente— y todos los documentos conformes, querría trasladar ahora mismo al chico, si es posible.
—Eh, sí claro, sin problema. Todo de acuerdo —contestó Goldenson, con una sonrisa, acariciando lmente el sobre rebosante de dinero que tenía en su bolsillo.
—¿Trasladarme, a dónde? —preguntó Ben—. ¡Yo no voy a ningún sitio! —replicó enfadado.
Thomas y Alfred sujetaron de nuevo fuertemente a Benjamin por sus brazos.
—Irás a dónde se te envíe y harás lo que se te ordene —le contestó el Reverendo Goldenson—. Siempre has sido un Incordio y ya no hay sitio para ti en este Orfanato, no desde tus últimos incumplimientos. La Dirección General ha escuchado por fin nuestras súplicas y te envían a otro Centro, digamos “especializado” donde atenderán adecuadamente todas tus necesidades y cuentan con los medios necesarios para lograr tus paseos no autorizados.
—¡Eso es injusto! —protestó Benjamin— ¡Yo nunca he pedido que me cambien de reformatorio!
—Usted no, Newman —contestó Goldenson—, nosotros. Así que Alfred, Thomas, por favor, sin más demora, acompañad a nuestro ex-alumno con su nuevo Tutor.
—¡Ahora mismo! —contestaron ambos al unísono mientras hacían crujir sus nudillos y estiraban sus músculos.
Unos minutos después, Bejamin Newman y su nuevo y misterioso Tutor, abandonaban el Orfanato. Desde la ventana, el Reverendo Goldenson vio alejarse al coche en el que iban.
—Demos gracias al Señor —murmuró para sus adentros—, y ahora —dijo volviéndose hacia sus ayudantes— Alfred y Thomas, debéis cumplir con vuestra penitencia por haber apostado… mal: el “Incordio” se ha ido antes de Navidad.
Continuará…

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